| Consolación de Utrera en la Sevilla del Imperio En aquella Sevilla  “Puerta de América” del último tercio del siglo XVI –todavía  rica y opulenta– que tanto dinero movilizó, la Virgen de  Consolación de Utrera representó en muchos integrantes del  empresariado de entonces la devoción preferencial a la que  encomendaron la buenaventura de sus arriesgadísimas empresas  mercantiles. Centra hoy nuestra atención la vigencia de la devoción  a Consolación durante los años del reinado de Felipe II, tiempos  aquellos en los que el pueblo de Utrera, además de descollar como el  más importante del antiguo Reino de Sevilla, sobresalió por  situarse entre uno de los grandes de Andalucía. La prosperidad  hispalense también quedó reflejada, aunque en menor escala, en una  Utrera que tuvo la dicha de acoger la visita del monarca imperial  (Antonio Latour: “Sevilla y Andalucía”), precisamente no de  forma casual. Conciencia plena del papel capital que aquella Utrera  americanista jugó en la Carrera de Indias tuvo ya, en su época, el  historiador utrerano Rodrigo Caro, quien en el apéndice “Conquista  de las Indias de Occidente”, de su obra “Memorial de Utrera”,  glosa la participación de los personajes utreranos que concursaron  de ella. Una agrovilla, situada estratégicamente en el camino de  Sevilla hacia Sanlúcar de Barrameda, desde el que nuestra Virgen  conquistó las voluntades votivas de mucha gente que lo transitó,  rumbo al nuevo continente, por lo que a partir de los años centrales  del Quinientos se erige en una imagen también protectora de  navegantes, cargadores y mercaderes. No estamos ante una advocación  mariana más. Su renombre traspasó fronteras, por lo que Utrera, de  una forma clarísima, comenzó a ser identificada fuera de sus  límites por la propia Virgen de Consolación. 
 Uno de los hombres  económicos que, sin ser aristócrata de nacimiento, llegó a amasar  una gran fortuna, merced al triunfo comercial de sus negocios  coloniales en América, fue Pedro de Arriarán, un vasco natural de  la guipuzcoana Azpeitia y avecindado en Sevilla, quien legó para las  obras del convento y santuario 3.000 ducados de oro. Aunque  durante los años que residió en Nueva España se había distinguido  por enviar suculentos caudales (500 ducados “en dinero de contado”  librados en septiembre del año 1568 y una buena cantidad de reales  y maravedies en 1573), cuando  verdaderamente dispuso hacer la mayor entrega de dinero fue a su  regreso a Sevilla, una vez cumplidos sus ruegos por la salvación  íntegra de las cargazones que comercializó con el Nuevo Mundo. Así  lo matiza expresamente su testamento, protocolado aquí en Sevilla en  1578, en el que figura consignada la notoria cantidad prometida y que  finalmente abonó su familia íntegramente, a la luz del escrito  notarial que hemos descubierto en los fondos documentales del Archivo  Histórico Provincial de Oñate (Guipúzcoa), no sin la previa  fiscalización de la cobranza por parte de los padres, provincial y  general, de la orden Mínima.  De la  oxigenación y liquidez económica que los vascos aportaron al  esplendor sevillano dio buena cuenta don Ramón Carande en su estudio  sobre la banca, siempre asociados entre ellos para afrontar los  negocios, como Arriarán y su hermano Juan de Arregui lo hicieron con  los también cargadores vascos Jimeno de Bertendona y el banquero  Pedro de Morga, todos ellos enterrados en la capilla “de la nación  vascongada”, curiosamente glorificada por los vizcaínos, en el  transcurso del siglo XVI, a la Virgen de Consolación, dentro de la  iglesia del convento de San Francisco Casa Grande de Sevilla, tal  como se colige de diversas actas notariales del Archivo Histórico  Provincial de Sevilla y algunos expedientes del Archivo General de  Indias. Estos  mercaderes que se ennoblecieron al calor del tráfico indiano, como  el mismísimo Rodrigo de Salinas, factor del citado Morga que donó a  la utrerana la Nao de oro miniaturizada (1579), o el clan familiar de  los Díaz de Segura que ostentaron en propiedad una carabela llamada  “Santa María de Consolación”, no representan más que uno de  los variopintos sectores devocionales que, al efecto de los milagros  de la Madre de Utrera, dirigieron sus peregrinaciones hacia su Casa  para depurar las más pintorescas de sus excentricidades. Consolación  transmitía portento y poder como para atraer un “muy grande  concurso de gente de mar y tierra ... pobres y peregrinos de diversas  partes a cumplir sus promesas y devociones”, en palabras de la Real  provisión otorgada por Felipe II al convento utrerano, en 1594, “no  solo de esta comarca y provincia de Andalucía”, testimonia  literalmente el pleito que los frailes de Consolación interpusieron  a los Terceros de Sevilla, en 1602, sino de hasta “Castilla y las  Indias”, según atestiguó el jurado de Sevilla, Alonso de Daza, en  el mismo auto judicial. Y es que hasta en Madrid se había “oído  la fama de su devoción y milagros”, apostilla el maestro sevillano  Pedro de Robles en la expresada causa. 
 Fuera  de los ambientes elitistas, la Virgen de Consolación capitalizó en  Sevilla también la admiración del pueblo llano, singularmente  arracimado en el entorno del Arenal, la colla del puerto del  Guadalquivir y arrabal de Triana, donde se hallaba ubicado el  convento de los frailes Mínimos, de la misma religión que los de  Consolación de Utrera, sin duda convertido en uno de los principales  centros propagadores del crédito milagroso de la efigie. Muchos de  los integrantes de todo ese entramado del proletariado urbano, e  incluso el del popularísimo hampa sevillano, encontró en la imagen  el lucernario remediador de sus aciagas vidas, al igual que los  venturosos conquistadores, capitanes de barcos y hombres de finanzas.  Desde la capital, de modo espontáneo acudían a Utrera los días  previos al 8 de septiembre un gran número de devotos que se  estacionaban en el Sitio y Real que explana al santuario tras cumplir  su romería a pie, sobre bestias, carros, coches o carretas, aún sin  constar que en la ciudad sevillana existiese formalizada una cofradía  filial de las numerosas que poseyó. Muchos de ellos, fervientes  penitentes, cumplimentaban las jornadas de camino descalzados.  Realmente eran muy conmovedoras las escenas que se sucedían en el  templo de la Reina: pobres tullidos que se arrastraban por el suelo  reivindicando la salud perdida, invocaciones de ciegos, madres con  sus bebes enfermos en los brazos ante el altar, hombres y mujeres que  cruzaban de rodillas la amplia nave para plantarse con los brazos en  cruz. Y todos con sus ofrendas. Los más poderosos con suculentos  presentes, otros con hachas de cera, aceite para las lámparas que  alumbraban a la imagen, había quien también entregaba trigo u otros  avituallamientos para el sustento de los frailes y el hospicio en el  que se daba de comer a los más pobres, sin faltar los que echaban  algún dinerillo sobre la bandeja petitoria. Aquella Sevilla universal, de los  grandes años del imperio español, fue quizás la lanzadera más  apropósito que contribuyó con mayor pujanza a sobredimensionar la  excelencia curandera y protectora de la sacrosanta imagen, el  mismísimo escenario desde donde paradójicamente había salido hacia  Utrera, por huída de la gran pestilencia, en 1507, bajo los brazos  de la hija de su propietaria, Marina Ruiz.    Texto:  Julio Mayo,  historiador y uno de los autores  del libro “Una Nao de oro para Consolación de Utrera (1579)”.   También te puede interesar:
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